Mañana tengo cita con el loquero, pero no puedo ir; trabajo.
De todas formas, mi loquero preferido se fue a otro centro,
y no me gusta la nueva, es demasiado teórica.
Durante estos dos años me han atendido muchos.
El primero en
diagnosticarme era un viejito con una tendencia un tanto… “conservadora” de ver
las cosas. Es normal que me diagnosticara depresión, es de la clase de viejitos
para los que una joven con inquietud intelectual sería calificada como una histérica.
Mi memoria se vuelve especialmente frágil intentando
recordar ese periodo, pero recuerdo que mis médicos de cabecera también me
sirvieron para hacer terapia de locos.
Uno de ellos fue un ex cirujano plástico de mucha fama.
Según me contó, su mujer le pidió que le operara el pecho. Él, gustosamente lo
hizo, pero cuando se divorciaron, ésta que según él era muy celosa, pactó con
otro cirujano hacerse una carnicería para culpar a su ex marido. Él no solo
perdió el juicio, perdió todas sus clínicas y la especialidad de cirugía. Solo
podría dedicarse a ser un vulgar médico de cabecera, y dando gracias a dios.
Dentro de mí, me sentía culpable porque no dejaba de pensar que era cuestión de
justicia divina. Este hombre era infiel por naturaleza y además dedicaba su
vida a “perfeccionar” a mujeres que ya por naturaleza habían nacido perfectas. Y todo esto lo sabía porque la terapia de
locos no tiene que ser necesariamente para curar al paciente: a veces los
médicos están más locos que uno mismo.
Después de este médico vino un cubano. Si llevan tiempo
leyendo mi blog sabrán que no soy muy amiga de cubanos yo (sin ánimo de ofender
ni generalizar) y este tampoco fue mucho de mi agrado, no sé si porque hablaba
mucho o porque no me fiaba de sus intenciones. Siendo sincera, en aquel momento
no me fiaba de las intenciones de nadie. El caso es que ni si quiera recuerdo
su cara. Una vez más los ansiolíticos se encargan de borrar detalles, si lo
viera por la calle no lo reconocería. Pero si recuerdo las largas
conversaciones en el despacho hablando de rock de los ochenta y de obras
literarias que poca gente conoce. Me caía bien, pero era esa excesiva muestra
de admiración la que me creaba desconfianza.
Durante el último año, mi nueva vigésima doctora (porque en
esa maldita consulta nadie dura más de tres meses) me mandó a un psiquiatra
especializado en agresiones sexuales: el señor Jony. Alto, con media melena y
gafitas cuadradas, más pinta de especialista en informática que en psiquiatría.
No huele a nada. A veces el olor me hace repudiar a la gente, el excesivo olor
a colonia barata o a sobaco, o el excesivo olor a colonia barata para ocultar
el excesivo olor a sobaco. Jony huele como todos los médicos deberían oler: a
nada.
A él le conté que quería dejar el tratamiento, y él fue la
única persona, a parte de mi novio, en animarme. Mi novio fue un poco más radical,
el me dijo que los dejara de golpe. Así lo intenté, pero tomaba ansiolíticos de
vez en cuando para calmar mi agresividad que se convirtió en habitual. Sufría
de mareos constantes entre otras cosas… gripes semanales y catarros con vómitos…mi
cuerpo utilizaba todas sus artimañas para pedirme la sustancias a la que lo
había acostumbrado en estos últimos años. Entonces Jony me aconsejó que
volviera a tomar una dosis baja de antidepresivos y eliminara el ansiolítico ya
que este último creaba mucha adicción y con el tiempo me pedía más dosis. Así
hice, hasta que empecé a echar de menos mis orgasmos, y decidí abandonar las
pastillas definitivamente a favor de una vida sexual plena junto al hombre de
mi vida: gracias.
En mis posteriores consultas nunca le dije a Jony la razón
por la que ignoraba por completo sus consejos pero fue el único de muchos que
verdaderamente me ayudó en algo. Pero se fue. La última vez que lo vi me dijo
que le habían dado plaza en otro centro y que se iba en breve. Me estrechó la
mano, muy profesionalmente, y ahí comprendí que a veces un frío apretón de
manos esconde más cariño, agradecimiento y admiración que los abrazos fingidos.
Ahora me cambié de consulta, mi médico de cabecera es un
señor canoso, que fuma como un loco y tiene fama de borracho. Sin embargo tampoco
huele a nada, no habla más de lo imprescindible y nunca sonríe a no ser que de
verdad tenga ganas de hacerlo. Ese aficionado al whisky me da la tranquilidad
de que siempre será el mismo. Nunca me hace esperar para ser atendida porque
debido a su fama no tiene muchos pacientes y siempre da con la solución de todo
a la primera. Él me dijo que aguantara la oleada de enfermedades, que solo era
mono de tranquilizantes. Será por eso que ya no frecuento su consulta sino para
pedir la receta de las pastillas anticonceptivas, las únicas que tomo en este momento.